Dos piedras en el piso, separadas aproximadamente un metro; más allá, a 30 metros, otras dos piedras a la misma distancia. Una pelota de trapo hecha de medias viejas, cosidas a mano con hilo y aguja. Esa misma aguja que la mamá sigue buscando para zurcir la ropa llena de huecos en las rodillas y el trasero de tanto jugar bolitas y lanzarse por la resbaladera.
Se escogen los equipos y, en la distribución, se decide quién va al arco. Generalmente, era alguien con buenos reflejos, que podía detener los goles más difíciles y así dar seguridad a su equipo.
Previamente, se ajustaban las reglas:
- La primera de ellas era que “todos los goles tienen que ser vistos”.
- El que metía el primer gol “cazaba” la apuesta.
- Si pasaba un carro, se detenía el balón y se reanudaba en el mismo sitio donde se había detenido.
- Si la pelota se iba al techo, subía el más ágil para evitar que se hundiera la madera de la vecina.
- Si pasaba una señora, se detenía el juego hasta que ella estuviera a salvo de un pelotazo.
- Si se rompía una ventana, se pagaba de las apuestas.
Todo bien, y empezaba el partido. Las acciones iban y venían, y los reclamos y la piconería aumentaban. Cuando no se ponían de acuerdo sobre si el gol había sido claramente visto, se cobraba penal.
Algunos vecinos mayores sacaban su silla para ver a los habilidosos jugadores mostrar su picardía. El mejor era aquel que se llevaba a todos. Los grandes, entre risas y aplausos a las buenas y ocurrentes jugadas, destapaban unas cervezas heladas, y la alegría estaba completa.
El compromiso era que, al terminar el partido, los tíos hacían una colecta para comprar una gaseosa familiar para cada equipo. Era el momento de repartir el líquido equitativamente: “¡Oye, suave, que alcance para todos!”.
Pero, a veces, en medio del juego, aparecían quienes arruinaban la diversión. El primero en darse cuenta agarraba la pelota con las manos y, a la voz de “¡Tombo! ¡Tombo!”, la cancha quedaba vacía. Los policías se quedaban un rato esperando, hasta que, aburridos, se iban caminando a otro barrio. Reaparecían los “carasucias” y volvía la diversión. Se jugaba “hasta que se prendieran los postes”.
A esa hora, cada uno, cansado, sudoroso y lleno de tierra, volvía a casa a lavarse en el lavatorio, echándose agua con la jarrita para la cara y el cuerpo. Al final, metían los pies al caño y se los sobaban para dejarlos bien limpios antes de meterse a la cama.
Qué felicidad tan sencilla teníamos. No alquilábamos canchas sintéticas, las calles nos permitían jugar, no se vendían drogas, y los barrios eran como si fueran una casa de familia. Todos cuidaban a los más pequeños y no se permitía que los extraños vinieran a portarse mal.
El barrio se respetaba, y eso incluía a las chicas de nuestra calle, a las que no les dejábamos tener amigos de fuera, mucho menos enamorados. Los que querían bajar a conquistar a alguna chica del barrio, se tenían que enfrentar con el más bravo y demostrar que venían en serio y no a vacilarse.
De repente, y me da pena decirlo, las calles dejaron de ser alegres para convertirse en peligrosas, y dieron paso a las malas tentaciones. La pelota se guardó para siempre y, al techo, fueron a parar las canicas, las cometas, el trompo y la canga. Olvidamos el lingo, las escondidas, la pega y todo lo que nos divertía. Ahora, la inseguridad de la ciudad ha logrado que los padres prefieran ver a sus hijos jugando dentro de la casa, frente a una computadora, antes que arriesgándolos afuera.
Yo ya no vivo en mi barrio, Chacra Colorada, pero me duele mucho ver que los niños de esas mismas calles no tienen la posibilidad de ser libres, como lo fui yo.
¿Se podrá recuperar esa sana diversión? ¿De quién depende decidir hacer un Plan de Recreación que vaya a mi calle, llevando un par de arcos, una red de voleibol y balones de verdad? Podríamos estimular la práctica del deporte sin que sea caro.
Un profesor o monitor en cada lugar donde se haga deporte callejero, acompañado de un policía que, en vez de espantarnos, nos brinde protección.
Una fiesta en cada barrio pobre que nos haga sentir humanos y que también somos parte de este Perú al que amamos solo cuando hay triunfos deportivos.
Esto ayudaría a integrarnos, pero la espiral de maldad sigue creciendo y, ahora, ya ni en tu propia casa estás a salvo.
Cómo dueles, Perú, pero también es cierto que somos un país de esperanza y que vamos a vencer nuestros miedos.
Ya empieza octubre, buen momento para que se dé este milagro.